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ISSN 1989-4163

NUMERO 90 - FEBRERO 2018

Los Cinco del Quinto

Javier Neila

El sargento Cabrales nos saca de la cama de mala leche. Es madrugada cerrada. Cerrada y fría. Pero él viene calentito. Se le nota en el gesto que hay tarea que hacer; algo especial y urgente, o lo que es lo mismo, algo sucio y peligroso. Nos levanta a todo el pelotón a gritos y maldiciones, a alguno a patadas - los mas pusilánimes- lo que es su linea habitual; pero ésta vez se le nota especialmente nervioso, y eso no me gusta, porque los que llevamos toda la guerra con él y hemos sufrido sus cambios de humor, sabemos que cuando el punto de inflexión de su voz pasa de la ira a la histeria, estamos en la peligrosa zona entre el marrón y el negro, entre bailar con la muerte o pasar a hacerlo con Satanás.

Le seguimos a la carrera, mientras nos ajustamos el correaje, saltamos a pata coja con las botas medio puestas, o corremos a ciegas calándonos el casco o el pasamontañas...tosiendo, escupiendo y maldiciendo entre dientes.

Somos los cinco últimos supervivientes del primer pelotón de la 2ª Compañía de Acero, y los mejores amigos desde que comenzó la guerra. Nos llaman “Los cinco del Quinto”; hermanos de sangre unidos por el hambre, el miedo, los piojos y las cicatrices, hasta el punto de haber jurado por nuestros muertos seguir juntos cuando acabe la guerra. Algunos camaradas han caído en éstos tres años, pero desde hace año y medio La Parca nos ha respetado. Empezamos en el famoso Quinto Regimiento de Milicias Populares, pero después nos trasladaron al 13º Batallón del Regimiento “Pasionaria”, integrados en el XXII Cuerpo de Ejército, en el Frente de Extremadura, desde donde escribo estas líneas.

No se puede negar que hay gente singular entre nosotros... Joseba, un gudari jeltzale  asilvestrado en el macizo del Aizkorri, que con veinticinco años apenas habla castellano...huyó de su compañía de ametralladoras en la 4ª Brigada Vasca, tras matar de un cabezazo a un instructor ruso que le amenazó con un revolver, por un asunto de meretrices; sigue vivo de milagro, tras cruzar -para escapar del pelotón de fusilamiento- una España en guerra que desangrándose a borbotones yace partida en dos mitades. Y así anduvo desde el Cinturón de Hierro de Bilbao hasta el Frente de Madrid, donde sin demasiadas preguntas y un certificado falso de militancia antifascista, se alistó en el Quinto Regimiento, cuando estaba su Cuartel General en el Colegio de los Salesianos, entre Tetuán y Cuatro Caminos, donde Joseba y yo compartimos plato y litera por primera vez. Hombre reservado, nunca habla más de tres palabras seguidas.

También está Germán, un agitanado ganadero de 19 años, cuya única obsesión es que recuperemos Pozoblanco, su pueblo -muy cerca de aquí- para ver qué suerte han corrido sus vacas, y de camino volver a ver a la novia. Eso si es que sigue con vida, y si es que sigue siendo su novia. Los fascistas estuvieron a punto de fusilarlo tras un chivatazo, pero luego fuimos nosotros los que también íbamos a darle paseo; al final, tras ser sacado literalmente dos veces del paredón, terminó encontrando su sitio a nuestro lado. Y menos mal, porque yo era uno de los que tendría que haberlo fusilado. Nunca habla de su familia. A veces, para enfadarlo, le decimos que a sus vacas se las han ventilado las tropas moras, y a su novia algún espabilado de Falange; entonces se ofusca  y empieza a gritar como un loco. Sabe que no es más que la verdad, pero aún no es capaz de asumirlo.

Los otros dos son los hermanos gemelos Nicanor y Teodoro Negrín, miembros -como yo-  de las Juventudes Socialistas Unificadas y compañeros del gremio del metal. El mismo día que estalló la guerra dejamos el taller mecánico y salimos a la calle para exigir armas al Gobierno. Fuimos de los primeros en asaltar el Cuartel de la Montaña. Todos dejamos atrás a nuestras novias en el Madrid revolucionario para hacer la guerra.

Tras media hora en camión por la carretera de montaña, llegamos a un repecho y empezamos a internarnos en una zona de alcornocales en lo más profundo del Valle de los Pedroches. Amanecerá en un par de horas. El Camión Ruso 3HC (En el Frente les llamamos “Tres Hermanos Comunistas”) carraspea mientras sube la cuesta, dibujando sus faros senderos de niebla en medio de la gruesa oscuridad serrana. La humedad y el frio intenso de estos primeros días de 1939 hacen que los cantos rodados del camino, el barro congelado y las placas de hielo entorpezcan el ascenso, aunque los seis cilindros y 74 caballos de nuestro medio de transporte siempre están a la altura. De dirección firme y durísimo en las marchas, es austero en su diseño, como todo lo que nos llega de nuestros camaradas soviéticos.

Se para el vehículo y nos mandan bajar; aparto la lona y saltamos los cinco de la caja del camión, fusil en mano y arreciados de frio, en un pequeño llano protegido entre farallones de roca. Allí espera otro camión perpendicular a nosotros, con las luces apagadas y en silencio. Nuestro conductor se queda en su puesto, con el motor en marcha para mantenerse en calor, pero Cabrales y un comisario político con acento francés se bajan de la cabina, discutiendo sobre si somos de fiar o no. No me gusta el ambiente. Sin mediar palabra, los soldados del otro camión se montan a la carrera, tras un gesto de su oficial, y desaparecen.  Lo que descubren nuestros ojos no es algo que no hayamos visto antes. De rodillas y maniatados nos esperan bajo la rociada una pareja de unos cuarenta años. La luz de los faros de nuestro camión les ciega los ojos. Tiemblan. El hombre tienen los ojos medio cerrados de la paliza. Junto a ellos, tres chavales de entre catorce y dieciocho años y sus dos hermanas pequeñas esperan también, junto a la zanja que los soldados acaban de cavar. De nuevo no hay nada que decir. Nos ponen delante de ellos, pero son siete y nosotros sólo cinco, así que como Cabrales quiere un fusilamiento formal, ajusta cuentas y arregla el descuadre con su pistola, disparándole al fascista en la cara a pocos centímetros, mientras todos los miembros de su familia empiezan a gemir a través de la mordaza, cabeceando y meneando los hombros y la cintura. El cuerpo del muerto, sin un cuarto de cabeza, cae flácido hacia atrás con la boca entreabierta, mientras su mujer intenta levantarse, salpicada de sesos y sangre; pero el sargento la clava al suelo de nuevo, agarrándola de la enmarañada melena, mojada y sucia. Al fijarme en ella -no me gusta mirarlos si los tengo que matar, eso lo hace aún más difícil-, veo que tiene sangre seca entre las piernas y quemaduras de cigarrillos en sus brazos desnudos. Nuestro jefe excitado por la situación le encañona la sien con la pistola, le pega la mejilla a su cara y le susurra al oído:
-Ahora te toca a ti, puta.-

De pronto se escucha un sonoro “No” con acento vasco, tan grave que retumba en las rocas cercanas. Joseba está apuntando al sargento Cabrales a la cabeza. No pestañea. Parece que hasta el viento se ha parado. El comisario político intenta agarrar su naranjero, pero se encuentra de cara con las negras bocas de los fusiles de los hermanos Negrín. Como tantas otras veces, sin apenas mirarnos, actuamos con una sincronía pasmosa. Pensamos igual y a la vez. Eso es lo que nos ha salvado la vida en tantas ocasiones. Para entonces yo ya me he girado y apunto al conductor del camión, que con los ojos muy abiertos observa todo lo que está pasando, mientras apoya las manos encima del volante, con los dedos extendidos, para evitar cualquier interpretación errónea. Es el único inocente de nuestro grupo, así que no creo que sea consciente de lo que le va a pasar. El sargento empieza a echar espumarajos por la boca, mientras nos encañona sucesivamente a todos a la vez y nos insulta.

-Sólo es la familia de un fascista...ni que fuese la primera vez -
Nosotros seguimos encañonando a nuestros objetivos. El comisario no abre la boca. Sabe que ya nada depende de él. Todos tenemos muy claro que sólo con lo que acabamos de hacer, acabaremos en el patíbulo, eso en el mejor de los casos. Debería pensar rápido, pero realmente no hay nada que pensar. Así que abrimos fuego todos a la vez. Y es que lo que más le cuesta a un hombre es lo que no le ordenan hacer.

Desatamos a los detenidos, les damos los tabardos y algo de comida, y los mandamos hacia el sur, donde están las lineas nacionales, no muy lejos de allí. La más pequeña me besa la mano. La recién viuda, cuyo único delito ha sido casarse, dedica una última mirada al muerto, se santigua y desaparecen todos en silencio en cuestión de segundos.

Echamos los cuerpos en la fosa y los tapamos, más por prudencia que por caridad. Subimos al camión para dirigirnos al oeste. El aire helado que pasa a través del disparo del cristal del conductor me aclara las ideas mientras conduzco. Veo por el retrovisor salir el sol por mi espalda. Intentaremos pasar a Portugal por Villanueva del Fresno, evitando a las autoridades portuguesas, que entregan a los desertores republicanos a las tropas de Franco; pero incluso así tendremos alguna opción más -no muchas- de seguir vivos. Joseba y Germán me acompañan en cabina mientras los hermanos tararean un chotis en la parte de atrás. Ninguna pregunta, ningún reproche. Parece que no nos importe el futuro. Parecemos hombres libres.


Los cinco del quinto

 

 

 

 

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